lunes, 30 de agosto de 2010

"El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas"

 El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.
Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado felizmente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendiendo las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en navegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna desgracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.
En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bauprés, y al lado del piloto, que se disponía a hacer que El Faraón enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un joven de fisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque y repetía las órdenes del piloto.
 Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada de San Juan, había uno que parecía más inquieto que los demás y que, no pudiendo contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a un bote y ordenó que le llevasen al Faraón, al que alcanzó frente al muelle de la Reserva.
 Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino abandonó su puesto al lado del piloto y se apoyó, sombrero en mano, en el filarete del buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, de elevada estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda su persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados a luchar con los peligros desde su infancia.
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o
* Fuente :

domingo, 29 de agosto de 2010

" Juan Bautista Alberdi "


Páginas explicativas de Juan B. Alberdi
Mi libro de las BASES es una obra de acción que, aunque pensada con reposo, fue
escrita velozmente para alcanzar al tiempo en su carrera y aprovechar de su colaboración,
que, en la obra de las leyes humanas, es lo que en la formación de las plantas y en la labor
de los metales dúctiles. Sembrad fuera de la estación oportuna: no veréis nacer el trigo.
Dejad que el metal ablandado por el fuego recupere, con la frialdad, su dureza ordinaria:
el martillo dará golpes impotentes. Hay siempre una hora dada en que la palabra humana
se hace carne. Cuando ha sonado esa hora, el que propone la palabra, orador o escritor,
hace la ley. La ley no es suya en ese caso; es la obra de las cosas. Pero esa es la ley
duradera, porque es la verdadera ley.
JUAN B. ALBERDI.
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sábado, 28 de agosto de 2010

LA DESGRACIA DE CAMILA O´GORMAN

Allá por Santos Lugares,
cuando mocito, escuché
la bien desgraciada historia
que luego les contaré.
No sé si tendré coraje
para terminar el cuento.
Puede ser que por varón,
disimule el sentimiento.
Mas digo que los paisanos
–aun el más duro y curtido–
jamás oyeron el caso
sin haberse estremecido.
Pues si nadie conservó
el cuero por beneficio,
distinto es si una mujer
es la que marcha al suplicio.
Así sucedió, señores
–ya de esto han pasado añares–
en el campamento aquel,
el de los Santos Lugares.
Y esa mujer –sepanló
–los que este auditorio forman–
en el caso que les cuento
se llamó Camila O´Gorman.
En un patio amurallado
del que ya no queda seña,
fusilada con su amante
murió esa joven porteña
Cosa dura es aceptar
justicia tan desalmada
pues, para colmo, la joven
se encontraba embarazada.
Cuando sonó la descarga,
al tiempo que daba un grito,
llevó sus manos al vientre
como cubriendo a su hijito.
Mas ya será la ocasión
de pintar esos horrores,
hasta que tuvieron fin
sus trabajos y dolores.
¿Quién se ha de tener por juez
de esa triste desgraciada
si, como a inocente flor,
la arrastró la correntada?
Consideren los que entienden
de cosas del corazón
a los extremos que lleva
la fuerza de una pasión.
En el barrio del Socorro
no se vio niña más pura.
Sus ojos negros tenían
asombro de criatura.
Lindo era verla juntar
las violetas de su quinta.
En la espalda le flotaba
la cabellera retinta.
Sosegado el corazón,
en esa calma perfecta,
era sencilla con todos
como su flor predilecta.
Con el fervor del sereno,
inquietada de ilusiones,
tan airosa y agraciada,
vuelve a sus habitaciones.
Sentada a su antiguo piano,
con gracioso movimiento,
unos trémolos le arranca
de profundo sentimiento.
Y en tanto que una calandria
se va afinando en un hilo,
dispone un vaso de flores,
mientras entona un estilo.
Con el alba, por piadosa
se ve en el templo callado.
Allí la viene a perder
un amor desesperado.
Pues el joven sacerdote
con quien ya se confesó,
con una loca esperanza
su pasión le reveló.
Ese mozo tucumano
de tan discretos modales,
contaría en la ocasión
veintitrés años cabales.
¿Qué pueden sus vanos votos
contra tanta primavera,
si ni de su juicio es dueño
aunque usara barba entera?
Pálido de amor se ve
como todo enamorado.
Oscuro el cabello crespo,
lamentoso de su estado.
Pues por no corresponder
a sentires verdaderos,
ni se siente sacerdote
ni sus votos son sinceros.
Así, por un fuego puro
ya consumido y deshecho,
deja que aquella pasión
le domine todo el pecho.
Y aunque tales devaneos
lejos lo habrán de llevar,
sueña Uladislao Gutiérrez
con las dichas del hogar.
Una noche de diciembre,
colmado el pecho anhelante,
por el camino de Quilmes,
se extravía con su amante.
Fuga en un cebruno herrado
más liviano que un suspiro.
Tiene en su grupa a Camila
y lleva un ruano de tiro.
Ella va toda de luto,
como que estaba de duelo.
Él viste polaca negra
con cuello de terciopelo.
He de contar la ocasión
que fue causa de su ruina.
Pero antes los mostraré
en la tierra correntina.
Aposentados en Goya,
a poco se dejan ver
viviendo modestamente
como marido y mujer.
Entre criaturas sueltas
como terneritos guachos,
ella cultiva a las niñas,
él educa a los muchachos.
Pues para ponerle pecho
a la hazaña y su secuela,
en un ranchito decente
han instalado una escuela.
Ebrios de felicidad,
no se muestran precavidos
y, a poco andar, ya frecuentan
amigos y conocidos.
Si con nombres falsos viven,
con honor ganan su pan
Él es Máximo Brandier
y ella Valentina San.
Pero la suerte, señores,
se ha tomado su desquite.
un sacerdote irlandés
los sorprende en un convite.
Y sin pensar que con ello
por siempre los ha perdido,
a ese Uladislao Gutiérrez
lo nombra por su apellido.
Es de imaginar al punto
la sorpresa y el revuelo.
La dicha de los amantes
viene a rodar por el suelo.
Los capturan y, aunque niegan,
presos los mandan de viaje
con rumbo a San Nicolás,
en buques de cabotaje.
De allí, con guardia severa,
por comienzo de pesares,
en carretas separadas
llegan a Santos lugares.
Fue –creo– un quince de agosto.
el campamento era un teatro
cuando arriban esos pobres,
entre las tres y las cuatro.
Hormigueaban los curiosos
en el medio de la siesta.
Aquello era una función.
Sólo faltaba la orquesta.
De una carreta toldada
que hasta la celda se arrima
desciende Camila O´Gorman,
que lleva lo puesto encima.
Tiene el rostro demacrado,
la mirada como ausente.
Como puede se sustrae
a la maldad de la gente.
La mesa, el catre, dos sillas
y ella en aquel calabozo,
ya su aflicción empezó,
ya se terminó su gozo.
Preñadita como viene,
de cosa alguna se antoja.
Sólo de ver a su amante,
que en otra celda se aloja.
Allí todo es ordenanza
y reglamentos y leyes.
A la prisión de la pobre
se acerca Antonino Reyes,
A ese edecán federal
con mando en el campamento
rogando está la Camila
le traiga algún alimento.
Mas por gracia le suplica
algo un poco delicado,
pues no se haría la moza
a la tumba  del soldado.
Con sincerada franqueza
de doliente criatura,
se allana con el tal Reyes
y le cuenta su aventura.
Después, en unos trajines
cuya razón no se explica
un Mariano Beascochea
la indaga y la clasifica.
Luego un Vicente Torcida
–menos duro que otros pillos–
se acerca con sentimiento
a remarcharle unos grillos.
Trata de hacerle entender
de la manera mejor
que es forzoso, pues es orden
que ha dado el Restaurador ;
que son medios livianitos,
aunque parezcan chocantes;
que los mismos los usó
el cura Gutiérrez antes.
Que anduvieron por zaraza
o por no sé qué liencillo,
que Reyes determinó
los forrasen con orillo.
De tal manera –le explica–,
aliviando aquel revés,
por lo menos esos grillos
no han de ulcerarle los pies.
Ya Camila, sin hablar,
de todo se convenció,
y aquellos grillos acepta,
pues Gutiérrez los usó.
Y puesto que pena igual
ha sufrido ya su amante,
gusto será que soporte
un martirio semejante.
Pues ya que el Cielo no quiso
unirlos en el amor,
Dios habrá de permitir
que los iguale el dolor.
De la voluntad de Rosas
mal sabe esta desgraciada
ni sueña que, con Gutiérrez,
pronto será fusilada.
De su pecado notorio
midiendo la situación,
sólo piensa que le espera
La Casa de Corrección .
Mas cuando la orden tremenda
el asunto precipita,
ese Reyes, por clemencia,
manda un pliego a Manuelita .
Pues si queda en ese Rosas
algún sentimiento humano,
bien lo ha de avivar con lágrimas
la hija de aquel tirano
Pero, por triste remate
de aquel designio inclemente,
ese pliego el mismo Rosas
recibe directamente.
Allá va y truena el tirano,
furioso como un poseso,
y amenaza al comedido
con advertencia de ir preso.
En favor de esos amantes
nada queda por hacer.
¿Quién sabe si vivirán
en el nuevo amanecer?
Por Reyes sabe Gutiérrez
la noticia malhadada:
que su Camila querida
con él será fusilada.
Una suprema esperanza
el duro llanto le enerva.
Le está escribiendo un mensaje
con el lápiz que conserva.
Si no han podido vivir
en la tierra unidos –dice–
Dios los unirá en el Cielo,
Le promete y la bendice.
Allí llora la Camila 
su tan desgraciado amor.
Allí le vendan los ojos
cuando se va el confesor.
Tres tragos de agua bendita
le dan amarga frescura,
quieren, con la Providencia,
bautizar la criatura.
Como a su amante infeliz,
Lo ponen en una silla.
Dos hombres del campamento
la alzan en una angarilla.
Blanca le luce la cara,
blanco el vestido liviano.
Con blanco fervor sostiene
un crucifijo en la mano.
Doce soldados, por junto,
se forman en recta raya.
Ninguno aprieta el gatillo.
Uno de ellos se desmaya.
Entre tantos duros mozos
vencidos por la emoción,
el más curtido de todos
ha perdido la razón.
“¡Fuego!” grita el comandante
otra vez, aunque le cuesta.
La tercera es la vencida:
tal orden fue la funesta.
Una prueba todavía
la desgraciada ha sufrido:
los fogonazos de muerte
le han incendiado el vestido.
A baldazos se lo apagan,
con tristísima premura.
con sus lágrimas se mezcla
el agua de su amargura.
Crecía el día sereno
inocente de la hora
en que ha de rendir la vida
la pareja pecadora.
Ya el duro plazo se cumple,
ya toda esperanza es vana.
Ya se citan en el Cielo
a las diez de la mañana.
Allí agonizan tendidos
los amantes desgraciados.
Dios sabrá si en las alturas
pudieron ser perdonados.
Año de mil ochocientos
cuarenta y ocho, señores.
El dieciocho de agosto
mueren esos pecadores.
Todo pecho bien nacido
en indignación estalla.
Mas le valiera a ese Rosas
perder una gran batalla .
Allí rindieron la vida,
con castigo suficiente
dos amantes extraviados
y un angelito inocente.
El saucedal de Palermo
ya sus lágrimas destila.
Todo el verdor de sus ramas
lloraba por la Camila.

  León Benarós, 1956
El poema pertenece al libro de León Benarós Romances de Infierno y Cielo , que trata de la muerte de figuras de la historia argentina. Se reeditó en su Romancero Criollo Pablo Neruda ha dicho: “León Benarós le dio al romance su verdadera magnitud, alcanzando un nivel que ni el mismo García Lorca había tratado de profundizar”. El poeta argentino expresa en el prólogo de este libro de romances: ”Nuestra historia es rica en movimiento y violencia, en pasión y en exceso […] La recia verdad, el naturalismo sin blanduras, lo vulgar –si es necesario– antes que el poetizado convencionalismo […] Nada que huela a recurso literario”.